Diario de Noticias | POR ENEKO ARTETA – Viernes, 23 de Agosto de 2013
23 de agosto de 1936. Fusilamiento de 51 republicanos en Valcaldera.
EN MEMORIA de HONORINO ARTETA, primo de mi padre, único superviviente de la matanza perpetrada hace 77 años, que no pudo contar, de manera abierta, lo ocurrido y no pudo obtener una Declaración de reparación y reconocimiento personal mientras vivió.
UN lote de diez hombres empapados en sudor y desaliñados, malformando una fila deslucida y quebrada; en frente una veintena de hombres variopintamente uniformados; diversos tonos ocres y verde-olivo, destacan algunas camisas azules y varias boinas rojas. Unos empuñan fusiles, otros apuntan con pistolas. A un lado los curas. Estola morada sobre la sotana. Brazos que alargan cruces frente a diez temblorosos hombres aterrados.
¡Formen!
Torerillo en novilladas y capeas, pelotari, acordeonista. De profesión chófer; como a sus hermanos, Atilano, Ignacio, Modesto y Honorata, le gustaba el mundo de la mecánica y los automóviles, afición que les llevó a fundar un taller y enseñar a conducir a jóvenes que querían sacarse el carné. Trabajó como conductor para la gente rica de Pamplona. Un día trasladó a un propietario de tierras que quería ver cómo iba la vendimia por sus viñas en el valle de Yerri, cerca de Ugar, el pueblo de sus padres. Sorprendido por la forma en que trataba a sus peones, lo dejó allí plantado, sabiendo que no podría conducir y regresar a Pamplona. Este acto, atrevido en la época, mostraba su fuerte carácter y su sentimiento ante la injusticia. Al otro día, se afiliaba a la CNT.
¡Carguen!
Le quedaban segundos de vida. Buscó los ojos del guardia que iba a disparar directo a su corazón. Mientras formaban el pelotón lo reconoció como un compañero de cuartel de su padre Julio. Su padre; guardia civil de día, contrabandista de noche; tratante ilegal de caballos a los que herraba al revés para despistar a sus colegas. Estricto y severo, no perdía ocasión para golpearle; lo nombraban el Caudillo en el cuartel, entre sus vecinos era el Conejo, apodo de los nacidos en Ugar. El mismo mote para él y sus hermanos.
Durante la hora larga que duró su traslado en el autobús decomisado desde la cárcel de Pamplona; entre los sonidos de los que sienten la muerte cerca, las maldiciones rebeldes, los cagondiós y padrenuestros cruzados; las ordenes mal encaradas, los lamentos, silencios, toses, rechinos, llantos… pensó varias veces en cómo iba a afrontar este momento. «No cerraré los ojos, lo miraré fijamente…» caviló.
23 de agosto, tarde de domingo, en Pamplona cae fuego; camino de las Bardenas, los trigales sin segar; unos brazos empuñando armas en el tercio, en el frente; otros en los pueblos, disparando en las cunetas… llamando a las puertas de madrugada, sembrando el terror. Mujeres y hombres escondidos, huyendo… Las espigas sin cortar.
Sabe que en su detención ha tenido mucho que ver el cacique con viñedos en Yerri, así como los chivatazos y denuncias de vecinos y conocidos. Todo holocausto necesita colaboradores. Aquellos días pertenecer a un partido republicano o estar afiliado a un sindicato de izquierda te hacía acreedor de la pena de muerte sin juicio previo. Ir con el cuento y delatar a cambio de nada unas veces, otras para salvar el pellejo (así lo creían) era práctica fatalmente habitual. Castigo a la rebeldía, represalias laborales y sociales, ajuste de cuentas, venganzas… Julio de 1936. En Navarra, Mola ha abierto la veda: «Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado».
«¿A dónde nos llevan?» le preguntó José Zapatero, su compañero de asiento, joven de la Jarauta y compañero de la peña sanferminera La Veleta. Sabía a qué, no a dónde. No quiso, no pudo contestarle; encogió los hombros dándole una palmada en la pierna. Esa tarde los habían formado en el patio de la cárcel; 52 nombres salieron de los labios del carcelero que leía pasmosamente la lista de los seleccionados, elegidos entre un total de 212 presos y que estaban en poder de la Junta Central de Guerra Carlista, por lo tanto, conocedora de la matanza que se iba a llevar a cabo. La misma lista que le dieron al gobernador Civil Modesto Font para que firmara las 52 órdenes de libertad. «¡Todos a casa!» se escuchó. Eso les había dicho el jefe de requetés Benito Santesteban la tarde anterior mientras los ojeaba y tomaba notas, que en pocos días, salvo los que tuvieran delitos de rebeldía contra el régimen salvador de España, serían liberados. Después de atarles las manos a la espalda, los subieron a dos autobuses junto a un grupo de curas (entre ellos reparó en el conocido predicador Antonio Añoveros, años más tarde obispo de Bilbao), falanges, requetés (componían la conocidas «patrullas de la muerte»), verdugos y varios hermanos de la Cofradía de Paz y Caridad (hábitos negros, capuchas azules para acompañar a los condenados a muerte). Reconoció a Morea y al Noy, los dos falangistas que subieron al coche que los precedería. A pesar de que en la cárcel se había extendido el rumor de un próximo canje de prisioneros, incluso una suelta por la festividad del día; la visión de estos dos conocidos fascistas y el hecho de que les acompañasen curas y cofrades, le aclaró las dudas. Era una saca, saca bien planificada; iban a fusilarlos.
La tarde comenzaba a declinar. La comitiva paró en la corraliza de Valcaldera, cerca de Caparroso. Bardena tórrida. Un grupo de gente, mezcla también de uniformes, que habían llegado en varios coches, les esperaban. Allí estaban Galo Egüés Cenoz, el Andosilla, Apesteguía, Díez el pescatero, el taxista… miembros de la Escuadra del Águila de Pamplona; el Chato de Berbinzana con su grupo… y varios sacerdotes. Los bajaron de los autobuses de dos en dos, formando lotes de diez. Tumulto, golpes, empujones, chillidos… Los curas intentan confesarlos uno a uno. Con un cagondiós el católico requeté, mete prisa. Se encendieron los faros de coches y autobuses. Oyó a unos metros, la ejecución del primer lote de sus compañeros; mezcla de voces de mando, disparos y gritos. Reconoció, mas pausados, los tiros de gracia. Tras ellos veinticuatro metros cuadrados de fosa abierta el día anterior.
¡Apunten!
No se encontró con su mirada; los brazos y el fusil ametrallador tapaban la cara del verdugo. Con los ojos abiertos. Vio la cara de Aniceta Echarte, la herborista de la Rochapea, que sonreía mientras él tocaba su acordeón. Su madre. Los ojos abiertos. 24 años.
Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, encabezaba en esos momentos la macroprocesión que discurría por las calles de Pamplona. Se celebraba la fiesta de Santa María la Real. La representación oficial del apoyo de la Iglesia a la Santa Cruzada. Todas las fuerzas participantes en el levantamiento unidas. «No es una guerra lo que estamos haciendo. ¡Es una Cruzada!» sermoneó el obispo en la Catedral. En Valcaldera, sus cruzados dando matarile. Escenografía con dos escenarios. La cruzada no se despliega solo en el frente. Que se vea, que se sepa.
¡Fuego!
El guardia civil dudó. Lo conocía. Le disparó a la pierna. A su izquierda y derecha caen los cuerpos como sacos pesados de trigo. Echa a correr, instinto de supervivencia; no hay dolor, hay gritos; la luz de los faros ya no le alcanza; entre los chaparros y matojos, algunos árboles; se aferra a las ramas de uno y trepa. Los oye: «¡Ése está muerto! ¡Que se lo coman los gusanos!» Hacen chanzas sobre la caza de los conejos bardeneros. «Mañana volveré por aquí a cazar, ¡seguro que encuentro al rojo reventau!» Con un trozo de camisa, se hace un vendaje sobre la herida que ya duele. No sabe cuánto tiempo pasa. Oye ruido de motores.
Cuando llegan a Pamplona, a los verdugos les da tiempo de incorporarse a la procesión que ya concluye. «Ave, ave, ave María…» Placer de rezar y matar. Comienzan a contar a todocristo lo que acaban de consumar; no debe ser un secreto. Es quimera que a limpia hostia se arregla todo en Navarra. Pierde, a veces hasta la vida, quien las recibe. «Cantemos al amor de los amores…» Cirios en mano, pistolas al cinto.
Solo se oye el cantico de los grillos. Baja del árbol y comienza sin rumbo fijo a andar. Honorino Arteta, el conejo de Ugar, huye por la Bardena. Da con el río Aragón. Sabe que remontando su ribera a contracorriente llegará al Pirineo, a Francia. Amanece.
Fuente original, Diario de Noticias: VER